martes, noviembre 20, 2007

QUE RARO SOY

Siete de la mañana. Hilda levántate, ya es hora, le dije a la mujer, cuyo corazón mantiene encantadamente prisionero al mío y que además, pujó desde sus entrañas con valentía y resolución la niña de mis ojos. Así comenzó un día, que desde su génesis hasta el último minuto de su consumación iba siendo cada vez más y más revelador.

Desde que baje por el ascensor, a eso de las 9:30 de la mañana hasta que salí a la calle, no pude ver por lo menos eso recuerdo, a ninguna fémina, excepto la niña de mis ojos que la llevaba en su Graco último modelo. Solo al portero, un hombre de aspecto luctuoso, lúgubre y misterioso, cuyo nombre ignoro, pude ver desde lejos ensimismado en sus rutinarias labores.
Doscientos metros al sur del portal principal de mi edificio se encontraba el parque; allí solía llevar a la niña de mis ojos para que los dedos del sol le acariciaran su tersa y púdica piel, mientras yo alimentaba glotonamente mis ojos con las jóvenes madres que asistían allí tratando de deducir como era lo que había debajo de sus abrigos. Al percatarme, cosa que nunca lo había hecho, de que yo era el único de mi especie, me sentí raro, es decir, mientras todo el colectivo masculino estaba seguramente soportando la ingeniosidad de un jefe subnormal yo estaba creando ejemplo o si se quiere decir, novedad, de que los padres también pueden ser madres. ¡Que raro verdad!

No pasarían cuatro horas sin que yo, desgraciadamente o no, volviera a notar esa rareza que hay en mí y que me distingue del resto para bien o para mal. Entrando por donde mismo salí, y al pasar por dos bloques de edificio contiguo al mío, donde vivían alquilado al igual que yo, unos jóvenes igual que yo, noté la melodía que expulsaban sus radios. En el primero logré escuchar a Von Llovi o Bon Jovi, que sé yo; la segunda melodía, ligeramente menos dañina que la primera, me sonaba a ceremonia taina. La tercera, aunque no era exactamente de mi predilección, ya la había escuchado decenas de veces porque su eclosión como “éxito” coincidió con mi llegada a la madre patria, les hablo de un grupo llamado: Las terremoto de Alcorcón, y su interpretación al castellano de “Taim gous vai con loly”, por querer decir “Times goes by so lonely”, titulo de una exitosa canción de Madonna, a la que no escucho pero si veo.
Después de lograr salir con vida de tan miserable mezcla musical, penetre a mi habitáculo y me dispuse a escuchar ese gran alimento para los oídos, me dispuse a escuchar junto a la niña de mis ojos a Joaquín Sabina; y así nos dieron las 10, las 11, las 12 y la 1 y las 2 y las 3………..; así, viendo el trecho que hay entre Las terremotos de Alcorcón y su gran público que las sigue y el maestro Sabina conmigo detrás como su fan número uno, volví a caer en la conclusión que soy raro.

Ya cerca de las 3:00 de la tarde, viendo algo nuboso por el sueño, aproveche para hacer una siestesista de dos horas y medias; coño, una siesta de 2 horas y medias no es siesta, es una pava larga. Eso definitivamente es raro.

Al despertar, ya la doña de la casa, es decir, Hilda, había logrado depositar en el estomago de la niña de mis ojos, una tremenda compota de multifrutas, a la vez, que ordenaba el avituallamiento que había adquirido en el supermercado. Fue entonces cuando me fui a la cafetería Yuli, propiedad de un chino que ni se llama Lee; ni Zhoia Yong Luo; ni Chang Xuo; ni Mao Tsuie Wang, sino que respondía al nombre de Eloy Echevarria. Allí me senté en la barra y mientras veía a otros pidiendo una copa de whiski o un tubo de cerveza, yo me conformaba con un café cortado, fiel acompañante mío y de mis lecturas. Desde luego esto es cuestión de gusto, solo que el mío es raro.

Después de haber aniquilado unos tres capítulos de El Mundo de Juan José Millas, a eso de las 8:00 de la noche, salí disparado de la cafetería de Eloy, y volví a subir al palomar donde encontré a mis tesoros, en pose de emperatrices, perdidas una vez más en su pasatiempo favorito, es decir, las novelas. No sé porque, pero el deber de padre y esposo logró rescatarla de tan perjudicial actividad (leer y escribir novelas no es lo mismo que verlas) y me dispuse previa aplicación de una encubrida psicología a convencerlas de que juguemos un rato. Jugamos Matarile, a la rueda-rueda, pollitos playbi, gateamos todos, el pio pio es un baile muy sencillo, brinca pa´rriba (yupi); el avioncito y cuantos juegos de bebe más existan.

Así pasaron los próximos cincuenta minutos, jugando yo con ellas y ellas conmigo. De repente comprendí, todavía tumbado en el suelo y pensando discretamente a través de las nubes, mientras Hilda cambiaba a la niña de mis ojos para llevarla a la cama, que después de todo no soy tan raro, sino dichoso. ¡Que duermas bien niña de mis ojos!