miércoles, diciembre 26, 2007

Lo que dejo a mis espaldas

Cada vez que echo una miradita hacia atrás, a través de las grietas abiertas de mi pasado, no tengo más opción, a pesar de mi sofocado estado causado por la acezante búsqueda de una opción más piadosa, que suspirar de lastima y de tiritar de temor. Así es, lastima y temor se conjugan y producen en mí, una reacción inefable.

En mi mirada, esa que hago a mi pasado, se visualizan unas series de buenas costumbres de las que hoy solo quedan sus rancios restos, y que, al contarlas a los miembros de la nueva generación, se nota como la escuchan suponiendo que todo es una especie de quimera.

La visita a la iglesia los domingos era una rutina ineludible, les digo, pero también la besadera de mano a los superiores de la familia; el ponerse de pie en clases como señal de respeto al maestro; el callarse en una conversación de adultos; el pedir permiso para levantarse; la visita a la casa de los abuelos era una forma de deducir que era domingo; la comida que se servia en el plato era una comida que debía ser ingerida; la bandera era reconocida como un símbolo sagrado que hablaba de la personalidad de la patria y no una especie de chichigua para serpentear en un estadio de pelota.

Esas abolidas practicas evitaban, en cierta forma, el contagio de virus, tales como: corrosión del alma; la expiración al respeto; el tuteo desproporcionado; la desidia a las faenas escolares y de otros más letales como: la putería; la drogadicción; perpetrar en hecho delictivos; general transgresión al imperio de la ley, etc, etc.

Ahora que solo veo el cadáver de estas expiradas costumbres, busco hasta quedar jadeante, rastro alguno de lo que fueron aquellas costumbres, sin ni siquiera, encontrar una de ellas con signos de senilidad. Como todo ciclo de vida que va siendo relevado por uno nuevo, supongo, aunque con un rosario en la mano procurando en mis rezos estar equivocado, que estas costumbres fueron relevadas una a una por otras nuevas.

Así es como veo que la costumbre de ir a la iglesia los domingos fue reemplazada por el jeviteo de la Lincoln; el besar la mano o pedir la bendición por el tuteo; del callarse en una conversación de adultos, los chicos han pasado a ser el principal exponente; del pedir permiso para levantarse, a sorprender de asombro por nuestra repentina ausencia; usar todo el año, pero principalmente la Semana Santa para elaborar planes concupiscentes, etc.

La plenitud de aquellos días pertenecían a los adultos maduros de hoy; la plenitud de los días presente pertenecen a los nuevos retoños. Parte de mi existencia ha vivido en una plenitud a medias; digo a medias, porque yo era parte de esa exigua juventud que nunca o casi nunca gusto de los placeres nocturnos propios de la juventud; más bien, yo siempre he visto crecer con pausada parsimonia al gusanillo bohemio que insiste en sublevarse y apoderarse del escenario de mi vida y, al que mi edad de juventud ha podido domar, aún. Así favorecí, queriendo o sin querer a mis padres, de una tranquilidad (plenitud) que la ofrecía mi permanencia en casa un viernes o sábado por la noche.

Por mi parte, ese sentimiento de plenitud lo sentía tanto por no ir a ninguna de las insustanciales discotecas, como cuando visitaba los pianos bar cuyo promedio de vida eran los 69 años o cuando me reunía, siempre atento, a charlar de un tema, ante un consejo de peritos. El paso de página de los años que la vida me endosa, era un factor que marcaba huellas al transito cuyo camino, el destino hizo a mi hechura. Se agregaban hechos, circunstancias, penas, alegrías, confusiones, amores, desamores, tropezones y experiencias.

Todas ellas, aunque pertenecen al historial de mi vida, se mantienen disponibles en mi mente para consulta, como una especie de cortesía que me ofrece mi memoria. Como siempre he querido ir por la vida a paso doble, de ahí el recurrente reproche que algunos en forma de improperio me adjudican el calificativo de “viejo atrapado en cuerpo de joven”; así procedí, cuando solo tenia 24 años a instigar a la que hoy, mañana y siempre será mi mujer, a que delante del pulpito y de Dios, me de el “sí”.

Mis planes eran, además de darle un trato de beatitud, poder faenar cada noche en los asuntos del amor y, a la vez, acercarme más a mis gustos de longevos. La condición de casado suponía una definitiva vía de escape a los “gustos” de jóvenes que me adjudicaban forzosamente; de ahí mi suposición de que una pareja de casados, no cabria en un mundo de solteros.

Pero bueno, eso no es más que algo de “lo que dejo a mis espaldas”.